Me han pedido vaciar los bolsillos del pantalón deportivo: un billete de 200 pesos que no recordaba y 86 pesos de cambio. Me despojo del reloj con “chip” de teléfono celular que había comprado un mes antes y que me hacía sentir Dick Tracy.
Si alguna vez me imaginé en medio de un proceso legal fue del lado de los investigadores y no de los acusados, del Santo y no del Cerebro del mal, de Dick Tracy y no de Murmullos,o de Kalimán, pero no de Namilak o la Araña Negra.
Uno de los dos judiciales que me ha conducido al reclusorio en un auto blanco, sin nada que lo identifique como patrulla, me advirtió que pidiera registrar mis objetos personales. Así lo hice, pero como respuesta tomaron una hoja de papel rota y con una tinta violeta anotaron algo como “reloj celular y 86 pesos”.
Me han amagado para que deje una propina en recompensa de que no me lastimaron mientras cortaban una pernera del pantalón deportivo y una manga de la camiseta, el atuendo que llevaba esta mañana cuando salí a correr.
Soy afortunado, pues me doy cuenta más tarde que a otros detenidos les han hecho un tajo de navaja en la prenda superior.
Antes me obligaron a desnudarme y hacer diez sentadillas sin ropa. He temido caer por la falta de práctica, o ser víctima de algún tipo de abuso mientras miro a la pared. Entiendo que es una medida para evitar que oculte droga en mi cuerpo. Luego habré de verificar que no se trata de una medida realmente cautelar porque hay cocaína para quien pueda pagarla, pero esta debe entrar por los conductos “oficiales”.
Me permiten ponerme de nuevo el pantalón –ahora solo con una pernera completa y otra cortada arriba de la rodilla derecha–, y también la camiseta, pero no así la trusa ni los calcetines, que quedan tirados en el piso junto con los que portaban otros de los internados antes de mí.
Recorro largos pasillos. Me vuelven a desnudar para una revisión del médico legista y me hacen esperar mientras me interrogan varios elementos uniformados de azul, y otros con ropa beige. Tardaría mucho en comprender que estos últimos también eran presos con funciones de policía.
Es inevitable, cuando me preguntan a qué me dedico, decirles que al periodismo. Me hacen una primera advertencia de que no vaya a decir nada de lo que vea adentro pues “habrá consecuencias”.
Otro pasillo. Un “técnico” me interroga junto a una trabajadora social del Gobierno del Distrito Federal.
Mientras espero, me llaman desde el patio interior del Reclusorio dos hombres de beige. Yo tengo miedo de internarme, tanto porque me han advertido que espere ahí, como porque si bien tienen el mismo color de ropa del “técnico” no sé cuáles serán sus intenciones.
–Me dijeron que aquí esperara.
–No pasa nada, ven
Me acerco.
–Aquí te pueden poner en una celda hasta con treinta cabrones. Si quieres una donde te puedas acostar, avísanos.
–No puedo pagar. Me quitaron todo el dinero que tenía y además no quiero privilegios.
–Nadie te está pidiendo nada. Nos avisas. Vas a querer cambiarte de celda.
El técnico sale de la oficina y antes de que me asigne la celda que he de ocupar lo llaman los otros dos; pareciera que es él quien recibe las órdenes de los presos y no al revés.
Me ordena subir las escaleras. Que “ahorita lo alcanzo”. Subo al primer piso, donde veo un cartel que dice algo así como “área para detención por medida cautelar de juez”. Supongo que es donde me corresponde, ya que nunca me condujeron a un Ministerio Público. Fui conducido directamente al reclusorio.
A mis espaldas hay otra sección con varias celdas. Veo que es otra crujía.
–Míralo ¡qué sabroso! cree que lo vamos a dejar aquí.
En efecto, es una sección destinada a personas que necesitan ser protegidas, ya sea por su carácter de extranjeros, por tener una condición económica elevada, o por haber sufrido agresiones de otros presos. La desventaja es que los ahí detenidos solo pueden salir del área una hora al día. Las ventajas son que pueden hacer uso de los excusados sin que otros internos se los nieguen; que el garrafón de agua ahí solo cuesta 12 pesos y no 35 porque no hay intermediarios; que la lista se pasa en la celda y no en el patio, por lo que no hay riesgo de “bombonazos”; y que, en general, los custodios son más amables con los detenidos.
Pero esto lo podré comprobar y saber por mí mismo una semana después. Ahora me hacen dar vuelta a la derecha y otra vez a la derecha, en el mismo piso, pero al costado opuesto.
Al entrar a la celda 1/7, veo en la litera baja del lado derecho a un hombre extremadamente musculoso, como de 1.85 de estatura y voz cavernosa. Las otras tres literas las ocupan otros tantos jóvenes que luego me entero fueron capturados como presuntos responsables de ser integrantes de una banda de robo de autotransporte. Son de Tepito, lo sé porque me lo dicen, pero nada en su forma de hablar delata el hablar “cantadito” que dice el costumbrismo. A diferencia del fisicoculturista de ojos claros y piel oscura, estos muchachos son del tipo promedio de cualquiera de su edad en la Ciudad de México.
También me he de enterar que tienen en común ser jóvenes padres de familia, comerciantes, sin adicción a las drogas, pero víctimas de un entorno en el que muchos han comprobado que con un golpe de suerte se puede vivir varios años, sin angustias económicas, y hay quien sucumbe a la tentación.
Debajo de las literas permanece callado Arturo, músico y acomodador de coches en Polanco. Más tarde habrá de contarme que por su adicción a la cocaína, tras una noche de juerga un personaje imaginario se apoderó de él y lo condujo hasta un Oxxo. Pidió una botella de Whisky y usó una botella de Coca Cola para amagar con ella como si fuera una pistola. Caminó media cuadra, y lo subieron a una patrulla.
Entonces el personaje de su imaginación que se apoderó de él, salió de su cuerpo y se dio cuenta que él, Arturo, sería quien pagaría con su cuerpo real lo que su otro yo había considerado una broma sin consecuencias.
Como soy el nuevo me hacen pasar al fondo de la celda, donde suelen sentarse en botes de plástico o en cuclillas los tres presos indígenas. Uno de ellos es de Chiapa de Corzo, trabajaba en la Central de Abasto de la Ciudad de México. Primero me contó que recogió una mochila que no sabía que contenía marihuana y lo consignaron. Días más tarde, que alguien le había pedido que le regalara un cigarro de yerba, y luego resultó que era un policía.
Los otros dos indígenas, uno de Hidalgo y otro de Oaxaca, estaban acusados de robos que no cometieron. El primero de ellos había olvidado las llaves de la casa que habitaba en el Estado de México, así que tuvo que introducirse saltándose la barda. Un vecino le acusó, con ese pretexto, de haberse robado una bicicleta de niño. Él, me cuenta, es propietario de una bicicleta de montaña que usa para acudir a una peregrinación una vez por año. No tenía necesidad de robarse nada.
Sería yo el primero de todos los que nos encontramos en esa celda que obtenga la libertad.
El chico oaxaqueño se llama Víctor Manuel Cervantes. Hijo de madre soltera, terminó la preparatoria en Oaxaca, pero el hecho de contar con los papeles oficiales –dice él mismo– no significa que tenga los conocimientos equivalentes a ese grado de estudios.
Vivía con sus abuelos maternos, ambos de 84 años de edad, y cuyas parcelas no les daban siquiera lo necesario para vivir bien. Tal vez les alcanza para una mínima ración alimenticia, pero no para comprarse ropa, medicinas o acondicionar dignamente su vivienda.
Víctor Manuel vino a la ciudad de México y consiguió trabajo preparando tacos en un local del metro Balderas. Tenía, pues, la forma de acreditar un modo honesto de vida.
Un domingo –que tenía descanso– fue a un municipio al oriente de la Ciudad de México, donde una amiga le había pedido ayuda para realizar un trabajo.
Ese día tenía una inquietud, un mal presentimiento, una sensación de intranquilidad que no tenía explicación.
El lunes por la mañana, tras anunciar que regresaba a la Ciudad de México, su amiga le pidió que no se fuera. Que mejor se quedara para seguir ayudándola, pero él respondió que tenía compromiso en la taquería.
Camión hasta la estación Pantitlán del metro, donde inicia la línea 9, y de ahí rumbo a Tacubaya.
En Chabacano, una joven le sonríe y le pide ayudarla con su mochila. Dos estaciones después, en Centro Médico, tiene que transbordar a la línea 3, sólo las estaciones Hospital General y Niños Héroes –para llegar finalmente a Balderas –lo separan de su trabajo.
Entonces un sujeto lo señala a policías uniformados como el autor de un robo. Víctor Manuel se vuelve a la muchacha y le pide que lo exculpe, que diga que ella le dio la mochila. Se queda muda. Corren el cierre lateral del morral y aparecen varios teléfonos móviles, uno de estos de los más caros.
Un mes después está junto a mí, sentado al fondo de la celda 1/7 queriendo animarme con una sonrisa.
Según consta en el acta el jurado, integrado por Pilar Jiménez, J. M. Servín y Leonardo Tarifeño, decidió otorgar por unanimidad el premio a este trabajo porque es “un relato que está contando desde dentro de una situación límite, angustiante y de reclusión; es un testimonio de una situación a la que no se tiene acceso fácilmente ni a detalle. Muestra las contradicciones y paradojas del sistema penal mexicano”,
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